EL GRAN PATRICIO

Este blog ha sido pensado y diseñado para difundir la biografía y la trascendencia del Profesor Patricio Redondo Moreno, creador y fundador de la Escuela "Experimental Freinet"

domingo, 10 de julio de 2011

HERMILA. BELLEZA INTACTA

Marcar este mensaje[aguadeazar] Hermila, belleza intacta XXX / VI / MMXImiércoles, junio 29, 2011, 9:44 pmDe: "jfhdz" <mailto:jfhdz@yahoo.com%3EVer detalles del contactoA: aguadeazar@yahoogroups.com  Agua de azar


Hermila, belleza intacta

El pasado fin de semana murió en San Andrés Tuxtla, Veracruz una de las mujeres más hermosas que he conocido y a mi corazón se le hizo una abolladura que no sé qué tantas semanas habrán de pasar para que ese músculo recupere su forma. Ahora me consta que el corazón lleva una arteria invisible que llora; sin dramatismos de oxigenación ni ojeras de aguas salinas en los párpados, esa arteria invisible del corazón es la que percibe las bellezas intactas: el párrafo inamovible en la página 332 de un libro que se lee cada año, el idéntico guiño que nos embelesó hace años, el olor de esa flor lila que parece la misma que echamos a flotar en un río hace ya tanto tiempo… En ese rincón del corazón se fincó el retrato de Hermila Solana de Ábrego el mismo instante en que la conocí.

Sucede que para sobrellevar o sobrevivir uno de los peores descalabros de mi vida hace exactamente diez años inventé como salvoconducto el placebo de iniciar una novela que fuese mural de la música y poesía de Veracruz. Emprendí un viaje a San Andrés Tuxtla invitado para honrar los versos de Francisco Hernández –uno de los más grandes poetas de nuestra lengua y además de mis mejores amigos del Universo—y fue entonces que me presentó a Doña Hermila: la veo hoy mismo, belleza intacta. Su mirada clara era la de las musas que te pueden convencer de que sus ojos cambian de color porque son de mar y cielo al mismo tiempo, tanto como son ocre de bosque o ámbar líquido que parece de lluvia… su piel era tersura perfumada de jovencita, las mismas manos que mi abuela y un cuello que merecería exhibirse en mármol. De pronto, explotaba en una sonrisa que iluminaba al mundo y luego, se quedaba callada escuchando los versos de Francisco Hernández, a quien conoció desde que era niño de parvulario en el colegio que fundó un tal Patricio Redondo…

Para más agua de azar, hace diez años, el homenaje al poeta Hernández para el que invitaron al Hernández que esto escribe llorando fue en la Casa de la Cultura de San Andrés Tuxtla, en la calle de Hernández y Hernández. La ceremonia fue inaugurada por la Secretaria de Cultura del Estado de Veracruz, de apellido Hernández y yo sentía que vivía las secuelas de un delirio: llevaba apenas unos meses que había dejado de beber y sin embargo, aquel viaje parecía una borrachera surrealista. De camino al homenaje se cruzaron en una esquina céntrica un funeral donde llevaban en hombros a un féretro anónimo con la caravana de un circo que recorría las calles de San Andrés en el jolgorio publicitario por convencernos a todos de asistir a la carpa: el confundido tumulto de enlutados, payasos, la viuda al lado de un dromedario, los deudos que no podían avanzar por culpa de unos enanos que jalaban a un caballo percherón… y el homenaje en Hernández y Hernández, de Hernández a Hernández, fueron sazón suficiente para convencerme de que allí había una novela.

La ví al final de un pasillo. Repito: cada mujer tiene instantes que pueden ser fugaces, o en este caso eternos, en que son nada más y nada menos la mujer más bella del mundo. Antes de que pronunciara su nombre, su mirada y sonrisa ya eran imán para la mejor poesía del alma. Con las pocas palabras con las que intenté presumirle que me proponía novelar tanta música de San Andrés, tanto circo y tanto entierro, Hermila nos citó al día siguiente en su casa. Allí conocí a su esposo Enrique Ábrego a quien intento enviarle estos párrafos con el más amoroso abrazo, la compartida condolencia por la reciente ausencia de quien en realidad, belleza intacta, siempre estará aquí como una flor que nos engaña a través de todos los tiempos que pasen.

No es secreto que el día que pisé la casa de Doña Hermila y Enrique nació la novela con la que intento contar la vida de Patricio Redondo, un maestro formado en las filas de Celestin Freinet y heredero de la mejor estirpe democrática y libertaria del Instituto Libre de Enseñanza, un hombre que sobrevivió la pólvora y el polvo de la absurda Guerra Incivil que partió a España… y un apóstol que llegó a las costas de México en el último barco del exilio, con un pantalón roto, una manzana a medio comer y un ejemplar del Quijote en la vieja edición de Aguilar. Patricio fundó su escuela a la sombra de un árbol en San Andrés Tuxtla, con un puñado de niños morenos que aprendieron a sumar y leer, a pensar y opinar, con hojas sueltas que caían de las ramas (luego serían hojas de cuadernos donados) y con hormigas que desfilaban como ábacos diminutos sobre la palma arrugada de la mano de un hombre que había peleado en la trinchera por la libertad de su país y el bien de sus alumnos, un hombre que –como escribió Manuel Chaves Nogales— fue de los bien pensantes entre tanto absurdo de ambos bandos que percibieron el horror del fascismo e intentaron defender el aula.

No es secreto que escribí una versión larga de esa novela y que por agua de mal azar alguien robó mi casa, computadora y respaldos… En fin, que son diez años y que me había prometido llevarle la novela a Hermila en agosto, cuando cumpliría años. Pensaba decirle que sobreviví un infarto quizá para terminar esa novela y anunciarle que me esperan también en Puigverd de Lleida los niños nonagenarios que fueron los primeros alumnos de Patricio Redondo, en otra España, otro mundo… Se me enredan las palabas, porque la pienso belleza intacta, sonrisa entre el humo de los cigarrillos que dosificaba como una dama navegando las tardes sobre la mecedora donde leía versos de los poetas veracruzanos intemporales (biblioteca que donó en vida al pueblo de San Andrés). La pienso sonriente escuchando los primeros párrafos donde le leía la atrevida novela donde pretendo dejar constancia de que Patricio Redondo, el hombre que venía de la guerra, decidió fundar una escuela en un pueblo de casas de tejas a dos aguas, flores de todos colores y mantos de tabaco en el paisaje circundante, no solamente porque era verdadero Maestro, pedagogo de veras, héroe sobreviviente… sino porque vio en carne viva y en los primeros instantes en que caminaba por San Andrés –quizá de lejos, como la Luna llena— el paso de la mujer más hermosa del mundo, la que llevaba prisa por llegar a casa al atardecer, la que tenía en los ojos los versos de los poetas y en cada poro de su piel la hermosa novela de una vida buena, llena de libros y bellas artes que contagiaba a generaciones de niños, vecinos y amigos… y que yo, le quedé a deber.

Jorge F. Hernández
jfhdz@yahoo.com

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Texto publicado en MILENIO en la edición del jueves 30 de junio de 2011

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